Con los meses he aprendido a no tener esa sensación irrefutable y casi mágica de no pertenecer a esos lugares de los que nunca fui o que con el tiempo me di cuenta que no eran para mí.
A no pertenecer se aprende a base de vivir fuera de la zona de confort, por obligación o elección. De concebir cada día como algo diferente e irrepetible y a vivir con esa extraña, pero cada vez más nuestra, percepción, de que nada es para siempre.
Cuando careces del sentido de pertenencia hacia un lugar, no sufres ni lloras. Sencillamente vas y vienes. Un día llegas y al cabo de 2 meses y medio te vas. Con la misma sensación de no dejar demasiadas pertenencias emocionales por el camino, aunque a veces sea demasiado tarde.
No pertenecer a los lugares, te hace más libre, porque sabes, ya de un tiempo atrás, que en cualquier momento todo vuelve a cambiar y tendrás que volver a empezar.
Por eso, de los lugares en los que estoy, me quedo con la vibra, con las formas y sobre todo con las miradas. Entonces, fabrico un recuerdo y con él, esa maravillosa emoción que tenemos de volver a ella siempre que queramos.